(Por: Daniel Herlein (*) – Corría el año 1992, yo trabajaba como piloto oficial de la gobernación y me desempeñaba como Instructor en el Aeroclub de Río Gallegos desde donde solía hacer “vuelos-taxis” para aumentar un poco más la billetera flaca que me proveía mi empleo estatal.
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Era uno de esos tantos días tranquilos, primaverales de la Patagonia austral, donde solo el viento hace la diferencia entre el clima óptimo, inigualable e incomparable de esta región y el “buen clima”, como estamos acostumbrados a reconocerlo al tiempo de vivir en esta punta del mundo cuando sopla el viento, el cual para los argentinos del norte es insoportable y para los más avezados pilotos patagónicos y los encariñados con Santa Cruz, son solo brisas que alteran un poco el humor.
Vicente Mayeste amigo y Presidente del Aeroclub de la capital me llamó ese mediodía porque “había un viaje” y cuando me interesé en saber qué debía hacer y a quién transportar, me dijo “Tenés que volar a Río Turbio y traer a Gregorio (El Goyo) Pérez Companc a Río Gallegos”.
¡Ah, mirá vos! , dije y pensé – “interesante saber quién es el tipo…”
Yo no conocía al empresario y me pareció una buena oportunidad para semblantear por un par de horas a un hombre multimillonario, sin ningún interés, por cierto, sino por simple curiosidad. No todos los días uno se codea con alguien que maneja las principales y más lucrativas empresas del país y el exterior, que solo cuatro años atrás había recibido el premio Konex de Platino como el mejor empresario argentino.
En aquel momento ya disponía de una fortuna personal de 1.300 millones de dólares y una familiar de aproximadamente 3.000 millones de la misma moneda. Y ahora, en perspectiva después de tantos años, reconozco que Pérez Companc tuvo un auge increíble en aquella década, si pensamos que fue en ese periodo en el que “el Goyo” sumó paquetes accionarios de empresas como Central Costanera, Transener, Edesur, Metrogas, Telecom, el Banco Río de La Plata y más adelante la firma de alimentos más importante del país: Molinos Río de la Plata.
Ya en vuelo hacia la cuenca carbonífera, jugando mentalmente mientras pasaba el tiempo, traté de imaginarlo, idealizándolo con el estereotipo del empresario medio argentino: un tipo con cierta “clase”, de abundantes detalles visuales que lo identifican a simple vista, en general traje y corbata, gemelos de oro, Rolex a la izquierda, anillo exuberante o tal vez un “casual” muy bien cuidado conformado por un sport de maniquí con saco o campera de carpincho o cuero mate, calzado de gamuza, camisa con pañuelo, tal vez con nudo o traba, pantalón al tono y un buen perfume importado. Y se me figuraba parco o amablemente comunicativo; todo pasaba por mi cabeza y encendía mi curiosidad.
Gregorio Pérez Companc también tenía otros “alias”. El de “Goyo”, estaba reservado exclusivamente al círculo íntimo familiar o de amigos, mientras que algunos lo conocen desde siempre como “El cardenal” y en el ambiente de los medios con el alías de “El fantasma”, por sus pocas apariciones en público y su escurridiza manera de evitar los grandes eventos y las exposiciones en fiestas y ambientes mundanos, actitud que siempre lo acompañó.
La máquina que montaba ese día y con la cual iba en busca de mi ilustre pasajero era un Piper Lance LV-MIJ basado en el aeroclub de Río Gallegos, avión monomotor con seis plazas, alas bajas, tren de aterrizaje retráctil y 300 HP de potencia, una velocidad máxima de 285 km/h, una crucero de 200 Km/h y un techo de 4.400 metros. Buena performance para la zona y bastante cómodo de volar.
Aterricé como tantas veces lo había hecho y carretee hacia el lugar de embarque en la precaria estación aérea de Río Turbio con pista de tierra y piedras, una torre de control muy modesta donde todas las operaciones eran visuales y sin ayudas.
Precisamente cuando bajé, el aeropuerto estaba cerrado por la hora, era a la tarde. Frené, corté la ignición del motor, se detuvieron las palas, volvió el silencio y el viento sur me pegó de lleno en la cara cuando me apee por el ala derecha para dirigirme a un grupo de diez personas que esperaban en una rudimentaria plataforma. Llegué junto a ellos y respetuosamente me dirigí al grupo preguntándole a todos y a nadie en especial, si alguno de ellos me podía indicar quién era el señor Gregorio Pérez Companc.
Prácticamente al unísono y sonrientes, los nueve giraron sus cabezas y me indicaron “Ese es el señor Pérez Companc”, algunos de ellos haciéndose a un lado para que mi visual no fuera interferida. Allí, parado como uno más de todos los parroquianos a la espera del arribo de su transporte, había un hombre más bien bajo de estatura, canoso, vestido con un pantalón, el cual, a juzgar por aquella primera impresión, me parecía que le quedaba corto de botamanga, una campera de lana manchada con pintura y en su mano derecha asía un bolso abierto, de tela verde.
Mi subconsciente me tiró la oreja y muy adentro mío creo que estalló una carcajada incontenible, que exteriormente solo se tradujo en una imperceptible sonrisa de asombro. Me acordaba de mis elucubraciones recientes, aquella idea del empresario millonario idealizado durante el vuelo y el hombre simple que tenía enfrente mío, definitivamente destruía un mito.
Acostumbrado a despertar sorpresas entre quienes recién lo conocían, el hombre de simpleza tan extraordinaria como su fortuna, hizo unos pasos para acortar la distancia entre nosotros y estiró su brazo dándome un generoso apretón de mano, mientras desplegaba una sonrisa tranquila y cómplice. Yo lo entendí, le devolví la sonrisa, lo saludé cordialmente y tras cruzar breves palabras en la presentación de rigor, ambos nos dirigimos hacia el avión hablando trivialidades, cosas sin importancia.
Subimos a la máquina y cuando me dispuse a sugerirle un lugar entre los seis asientos disponibles, al único pasajero de aquel viaje, “El Goyo”, me dijo “Si no le molesta, preferiría ir con Ud en la cabina”.
Lo miré un segundo y colige que aquel hombre sencillo, de facciones tranquilas y voz mesurada, en medio de su enorme mundo de negocios, riqueza inconmensurable y la seguridad de que nada le faltaba ni le faltaría a su vida y su descendencia por varias generaciones, disfrutaba con el relax de lo simple, como era sentarse en el lugar del copiloto del pequeño avión que lo llevaría a destino.
¡Por supuesto que no es molestia, acompáñeme”, le dije solícito. Con una sonrisa de niño que hacía realidad un sueño, el empresario tomó el lugar a mi lado, se colocó el cinturón de seguridad y su mirada cómplice trataba de darme el “OK” de que todo estaba bien y listo para despegar.
Enfilé hacia la cabecera de pista, le di motor al Piper y tras una carrera corta lo colgué en el aire. Cuando el motor iba exigido tomando altura, escuché una “rateada” e inmediatamente y sin decir nada le ajusté la potencia y lo clavé un poco por debajo de los 5.000 pies (unos 1.500 metros) con la esperanza de no tener que explicar qué pasaba.
Ya estabilizado el Piper, le reduje la potencia y lo conduje “parejito” por debajo del techo elegido, para disimular cualquier falla que mi oído afinado no dejaba de percibir cuando alguna anomalía interfería el ruido monótono de motor acelerado empujando al avión por los cielos patagónico. Pero al poco andar, volvió a fallar. Esta vez “tosió” el escape, se hizo evidente otra “rateada” y entonces, tuve que tomar la iniciativa en honor a la discreción que me dispensara Don Goyo, dejándome pasar la primera vez que el avión estornudó en pleno despegue.
–No se preocupe Don Goyo, debe ser una bujía sucia – dije poniendo mi mejor cara de modesta suficiencia, intentando llevar tranquilidad al pasajero con una actitud aplomada y darle seguridad sobre lo que estaba haciendo y claro está, de lo que estaba pasando.
No estoy seguro que tras mi vaga explicación, más especulativa que informativa, a mi “navegante” le haya dado seguridad. Volteó los ojos hacia mi y con la misma serenidad con el que lo conocí, tratando de hacerme saber muy cortésmente que nada se le pasaba por alto, me dijo
-Cuando despegamos, también falló…. Tragué saliva, era evidente que Don Goyo estaba en todo, tal vez ese era el secreto de su éxito. Le tiré una fugaz sonrisa asintiendo, volví a mirar hacia al tablero de instrumentos y seguimos. Y si, no era un aliciente saber que a 1.500 metros de altura fallara una bujía…
Continuamos en el rumbo y mientras la máquina parecía haberse librado de sus estornudos molestos que alteraban el clima en la cabina, nos dedicamos con Don Goyo a mirar el interminable paisaje que se desplegaba bajo las alas de la máquina y corría lentamente en contra del morro del avión, como si se tratara de un telón horizontal pintado con un paisaje, que alguien iba corriendo lentamente debajo nuestro, tirándolo desde la cola de la máquina.
Era primavera, por lo tanto, había desaparecido el manto blanco lechoso que tapizaba la tierra y uniformaba el paisaje retratado por varios inviernos en mis viajes fríos por la Patagonia austral. El sol resplandecía sobre solitarias y pequeñas lagunas transitorias ubicadas en algunos cañadones como resabio de la última nevada y para ambos lados o para el frente todo o prácticamente todo era tierra de un solo dueño, el mismo señor que estaba sentado a mi lado.
Ambos mirábamos por la ventanilla del avión y mientras sobrevolábamos la Estancia Santa Ana de su propiedad, el Goyo, con clara melancólica pero reluciente sonrisa recordó – “Es ese río pescamos las truchas con la mano”. El río serpenteante cruzaba paralelo al horizonte de un lado a otro abajo nuestro y en pocos segundos desaparecía de nuestra visual, pero más allá nos distraía el verde de algunos árboles que se le animaban al viento, el pasto tierno que crecía vigoroso por influjo del agua dulce y un poco más allá la mata negra acolchaba la mayor parte de los campos mezcladas, en algunos casos, con campos de lava endurecida por miles de años de existencia, componiendo un cuadro de profundo realismo mágico, que solo se puede apreciar desde el aire y en la Patagonia austral, uno de los privilegios que tuve en mis más de 12.000 horas de vuelo en mi carrera.
Íbamos embriagados de paisaje, absortos en la contemplación de la naturaleza extrema del sur argentino, prácticamente auditando con la vista las propiedades de mi pasajero, dueño y señor de esos campos, cuando la máquina nos devolvió a la realidad. El motor volvió a ratear y sobrevolando el paraje “las buitreras”, a unos quince minutos de nuestra llegada al aeródromo de Río Gallegos, amenazaba con colapsarse, las fallas eran prácticamente continuas y cualquier esfuerzo por disimular la emergencia, era ciertamente una estupidez.
Mis sentidos cambiaron a estado “alerta” y en el preciso momento en que escudriñaba en mi cerebro, qué podía estar generando esa falla en los cilindros, un temblor subía desde el motor, se esparcía por la panza del avión, sacudía las butacas y afectaba los comandos. En ese momento comprendí la exacta diferencia que hay entre una máquina bimotor y una monomotor. En el primer caso uno puede conducir la emergencia porque hay opción. Con el otro motor, decisión y un poco de sangre fría, se puede bajar el avión prácticamente sin problemas. Pero en nuestro caso era solo un motor el que empujaba el avión, si se “clavaba” en vuelo, las chances de coronar un aterrizaje con éxito eran diferentes y se corrían otros riesgos.
Rápidamente y mientras el temblor incrementaba la tensión en la cabina, comencé a mirar a los costados, pero ya no estaba contemplando el paisaje, sino buscando una alternativa posible en caso de verme forzado a un aterrizaje de emergencia. No ver una ruta cerca que me sirviera de pista, me agregó una cuota más de preocupación que evidentemente Goyo había advertido.
Teníamos un tiempo bueno con baja nubosidad, temperatura agradable pero el viento en la zona de Río Gallegos era fuerte, llegaba a los 35 nudos, es decir, unos 63 Km/h. Eso me llevó a realizar lo que en aeronáutica se denomina “una básica cómoda y alta” que consta en dibujar un circuito de aterrizaje en aproximación a la pista manteniendo la máquina a gran altura por si el avión sufría la “clavada” del motor en vuelo. Mis ojos no se apartaban de los instrumentos que medían la presión de aceite del motor, el miedo a perder potencia era un fantasma que rondaba mi cabeza. En ese mismo momento mi amigo desde la torre de control, quien ya me tenía a distancia visual me da otra mala novedad:
–Daniel, estás humeando mucho…
Con el morro un cuarto en dirección a la pista y bajo la indulgente idea de que “ojos que no ven, corazón que no siente”, como el humo de la máquina era barrido hacia la cola por efecto del viento, activando el principio de autonegación, tan nuestro en los seres humanos, cuando nos tapamos los ojos para no ver en muchas circunstancias de la vida, me concentré en mi tarea y pensé “A vos te aterrizo si o si…”, terminé mi giro, enfile a la calle de pavimento, tiré los flaps y lo fui soltando hasta que el triciclo del tren se apoyó completamente y nos avisó que estábamos en piso firme. Ahí me relajé un poco, dejé correr la máquina por el cemento pero ya sin fuerzas y como si el motor me dijera “Amigo, hice lo que pude, hasta acá llegué”, el Piper perdió la música y apagué el motor en prevención que pudiera iniciarse un incendio.
Sentados y en silencio, corrí la vista hasta mi acompañante, quien se mostraba aplomado, sereno y sin ningún atisbo de nerviosismo. Quedamos a un poco más de 100 metros de distancia del ingreso principal y lateral a la torre de control, pero lo más grave es que la máquina estaba detenida en medio de la pista, con el riesgo que ello implica.
Como piloto me di cuenta que estando allí, el avión clausuraba la pista, con lo cual, mientras desbrochaba el cinturón para bajar, le dije a mi ilustre pasajero
–Don Goyo, tenemos que empujar el avión…
En algunas películas viejas en blanco y negro de Los Tres Chiflados, recreaban escenas surrealistas y muy divertidas de coquetas damas ayudando a empujar pesados autos de lujos varados en el barro, ocasionando una hilarante carcajada por lo ridículo de la escena. Pues bien, nosotros la íbamos a recrear.
El empresario a mi lado, el multimillonario argentino que fundó uno de los más grandes pooles empresarios del país, no lo dudó un solo instante. Soltó sus amarras, bajó detrás de mí, se posicionó en el vértice inferior del ala derecha, allí donde el plano se incrusta en el fuselaje de la máquina y no solo era el que más empujaba de los dos, sino quien más preocupado estaba por sacar al avión de aquella posición que podía generar algún accidente.
Pasó el tiempo y vaya a saber por qué, Don Goyo no mucho después, me enteré, que compró un Cessna Caravan para recorrer la inmensidad de sus estancias en la Patagonia y también mejoró toda su flota aérea de cabotaje e internacional.
El mejor de mis recuerdos para Don Goyo, un millonario que me demostró en un par de horas, que la grandeza del hombre no está en lo que tiene y parece, sino en lo que representa y muestra. Su actividad filantrópica y su simpleza humana, lo han convertido en un símbolo y precisamente, esas condiciones de hombre con los pies en la tierra, hicieron que aquel día me diera una verdadera lección de humildad y de vida. (Agencia OPI Santa Cruz)
(*) – Daniel Herlein ex piloto de la Fuerza Aérea Argentina. Instructor de Cazas. Integró el Grupo de Caza VI durante la Guerra de Malvinas. 40 años de experiencia y 12 mil horas de vuelos en los cielos patagónicos. Comandante de LADE y jefe de Escuadrilla de los Focker F-27. Como piloto civil fue Director de Dirección Aeronáutica de Santa Cruz. Piloto de la Gobernación y Gerente de Operaciones de “El Pingüino Líneas Aéreas” en Río Gallegos. Premiado y reconocido en la Cámara de Diputados de Santa Cruz y municipio como héroe en la guerra del Atlántico Sur y conferencista.
Excelente relato una pintura de una epoca
Abrazo a Daniel con quien trabajamos en la gobernacion
un tipazo
JAJAJAJA MUY LINDA NOTA JAJAJAJA
Excelente. TRabaj´en Ana para este señor muy correcto
me gustó
Un ejemplo . En la sencillez está la grandeza del hombre, no en la ostentación.
muy divertida la nota. saludos
Hermosa historia.