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AMIA, a 20 años: el dolor de las familias, sin consuelo ni justicia

AMIA, a 20 años: el dolor de las familias, sin consuelo ni justicia
18/07 – 09:15 – Hoy, en el aniversario del atentado a la sede de la mutual judía en Buenos Aires, habrá diversos actos.

Por Jaime Rosemberg
Un estruendo inexplicable, como de otro mundo. Pies vacilantes e incrédulos que con esfuerzo llegan hasta el sitio en el que reina “un olor raro, nuevo, mezcla de remedio y de algo que se ha quemado”.

Escombros, polvo, gritos, llantos desgarradores, camillas que van y vienen, corridas y la sensación permanente: “Esto no puede estar pasando”.

Hoy se cumplen 20 años del atentado terrorista que voló la vieja sede que la AMIA (Asociación Mutual Israelita Argentina)tenía en la calle Pasteur al 600. El saldo: 85 muertos. Pero los olores, las imágenes y los sonidos de aquella mañana de horror y muerte siguen ahí, intactos en la memoria de quienes perdieron a sus seres queridos.

Una de esas 85 vidas truncadas la mañana del 18 de julio de 1994 fue la de Abraham Plaksin, maestro polaco que llegó al país a los 7 años escapando de las garras del nazismo. A los veintipico viajó a Israel para defender al naciente Estado judío, y encontró la muerte en la AMIA a los 61. Hoy, sus hijos Sandra y Gabriel siguen sintiendo la misma orfandad, el mismo desconcierto y la misma desazón que aquel lunes en el que sus vidas cambiaron para siempre.

Sandra, psicóloga y empleada en un juzgado, ofrece té y una sonrisa amable y algo triste en la cocina de su departamento de Caballito. Beto, su marido, y su hija menor la acompañan dando vueltas por la casa, junto a su perra, Sasha, que ladra con cada timbre del portero eléctrico. Gabriel llega, pero no se sienta a la mesa, ni lo hará en el largo rato que dure la charla con LA NACION. Se queja de una contractura. “Yo también estoy contracturada”, le dice, amorosa, la hermana mayor.

Con mamá Aída en su casa, pero presente en los diálogos casi a cada rato, los recuerdos fluyen, dolorosos pero sin esfuerzo. “Todos los años en estas fechas me acuerdo de qué hacía a cada hora, si me vi o no con mi papá el día anterior, todo”, dice Sandra.

De inmediato llega el momento crucial. “Vivía a la vuelta de la AMIA, en Larrea y Viamonte, y estaba durmiendo con mi hija mayor, que con tres años se había pasado a mi cama. Escuchamos el estruendo y Beto se tiró encima nuestro para protegernos. Se levantó y salió a la calle. Volvió diciendo que sí, que había sido la AMIA. Y que no había quedado nada”, monologa la dueña de casa.

Gabriel se recuerda levantándose en la casa que aún compartía con sus padres en Palermo. Se recuerda llegando a los humeantes escombros en los que se había convertido la AMIA pasadas las diez de la mañana. A diferencia de su hermana, que buscaba entre las ruinas, él tenía la certeza de que su padre, que trabajaba allí, no había sobrevivido. “Si hubiera estado bien, nos habría llamado para avisarnos de alguna manera. Lo encontramos enseguida”, dice el hermano menor.

¿Cómo? Con los ojos vidriosos, Gabriel cuenta que lo vio pasar en una camilla. “Lo vi mientras intentábamos ayudar a sacar gente atrapada. Estaba tapado con una manta, pero le reconocí una mano y un brazo cuando lo conducían hacia una ambulancia. No quise creerlo y seguí ayudando. Pero lo sabía”, dice sin levantar la voz. “Cuando nos vimos, al rato, me abrazó, no hizo falta que me dijera nada”, rememora Sandra.

Los hermanos cuentan casi a coro lo que pasó después. “Tuvimos que ir a casa a decirle a mami. Eso fue lo peor”, dice Gabriel. El Hospital de Clínicas, la morgue judicial, el reconocimiento del cuerpo. “Me parece que no tendría que haber venido acá”, se arrepiente Gabriel, sin ocultar las huellas que le deja el doloroso repaso.

De inmediato, ambos parecen recuperarse. Hablan de lo que siguió al peor momento de sus existencias. “Papá hubiese vivido muchísimos años, era un tipo sano. Y cada vez que pasa algo lindo no podés dejar de pensar: ¡que bronca que no está!”, dice Sandra. “Y cuando pasa algo feo también pensás: qué lástima que no está para apoyar en todo, como él lo hacía”, complementa Gabriel.

Lo que ambos quieren es hablar de su papá, Abraham, al que perdieron cuando ella tenía 31 y él, 27. “Era un tipo muy especial, decía la palabra justa en el momento indicado. Era una presencia muy fuerte que contenía a mi mamá”, comienza Sandra. “Me acuerdo mucho de ir a jugar al billar con él. También de un día, yo era chico, cuando encontramos un reloj tirado y nos pasamos horas tratando de encontrar al dueño”, dice Gabriel, que también recuerda a su padre yendo al placar y sacar de él un pulóver para dárselo a un linyera que pedía ayuda. “Tenía esas cosas”, resume con simpleza.

Abraham trabajaba en el departamento de cultura de la AMIA. Pero era, ante todo, un maestro: enseñaba Biblia, hebreo, nociones de Cábala en el templo de la calle Libertad. “Disfrutaba mucho la docencia, le encantaba enseñar. Era dos personas distintas: en casa era muy gracioso, jugaba con las palabras, nos reíamos mucho. Fuera de casa era muy serio, parecía antipático”, cuenta Sandra.

Ella también trae sus anécdotas. “El día anterior al que me casé, fui con él a un bar porque quería que yo tomara el último café de soltera con él”, dice lagrimeando. “Al poquito tiempo del atentado soñé que mi papá bajaba de un taxi, me abrazaba y se volvía a subir. Como diciendo quedate tranquila que estoy bien”, dice. Su hermano la escucha con la mirada en el piso.

¿Alguna explicación para lo ocurrido, después de tantos años? “Creo que es el destino, tenía que ser él, no sé por qué”, dice Sandra. “La tradición dice que cuando uno muere por Kidush ha Shem (santificando el nombre de Dios), va directamente al paraíso. Esa explicación me calza más”, agrega Gabriel después de pensar un rato.

¿No hay enojo con Dios, entonces? “Mi relación con Dios no cambió”, dice, cortante, Gabriel. “Yo sí tuve crisis, fui y volví, estaba enojada. Hoy prendo velas en sabbat, voy al templo, cumplimos Pesaj (pascua), soy como mi papá quería que fuera. Igual me pregunto dónde estaba Dios ese día. Mi papá no le hizo mal a nadie, nos decía que no hiciéramos pasar vergüenza al prójimo”, se queja.

De las cuentas con Dios a las cuentas pendientes de la justicia argentina pasa un rato. “Siento bronca por momentos. Y desilusión de estar en un país donde das y recibís mucho, pero donde nadie nos ayudó. Sé que no me cambiará nada si esta gente está presa, no me devolverán a mi papá, pero tiene que existir un castigo ejemplar, porque si no parece que aquí se puede hacer cualquier cosa”, pide Sandra.

“Nos dan su solidaridad, pero sólo los 18 de julio. ¡Durante el año están el Día del Padre, cumpleaños, fiestas! Yo la ausencia de mi papá la siento siempre”, agrega, casi con furia. “Nunca esperé nada y tampoco espero. Si algún día ponen preso al que lo hizo, tampoco estaré seguro. Creo en Dios y creo que habrá Justicia, si es que él ya no la hizo. Pero pido verlo, en algún momento, en 120 años”, acota Gabriel.

¿Y el acuerdo del Gobierno con Irán que motivó rechazos en la comunidad y fuera de ella? “Trato de no escuchar. Me agarra indignación, me sale la parte emocional, no la racional”, dice Sandra. “A la gente que tiene el poder para decir qué pasó no le interesa decirlo. Y quienes quisiéramos saber no tenemos acceso ni forma de saberlo”, dice Gabriel, con escepticismo inamovible.

Aída participó durante un tiempo del grupo Familiares y Amigos de las Víctimas, que encabeza, entre otros, Sofía Guterman, pero su hija prefiere mantenerse al margen de las agrupaciones. “No veo mal los discursos políticos, pero no me puedo enganchar con eso. Quiero que mis hijos les cuenten a mis nietos que el zeide (abuelo) era un tipo honesto, divertido, que nos enseñaba cosas”, resume Sandra.

Se los ve unidos por un hilo de afecto casi visible, aunque decidieron pasar el día de aniversario separados: Gabriel, con mamá Aída en el cementerio. Sandra estará en plaza Lavalle, en el acto de Memoria Activa, aunque el miedo siga ahí, latente y vivo. “Al acto voy a ir, tengo miedo, pero lo tengo que enfrentar. Hice terapia mucho tiempo, pero un médico también se enferma”, reconoce con una sonrisa.

Antes del final de la entrevista, quiere dejar un mensaje. “Tengo dos hijas que viven con miedo. Si se castiga a los culpables, ellas van a poder caminar por la vida más tranquilas”, pide. Mientras Gabriel se resiste a la sesión fotográfica, su hermana se dispone a abrir la puerta de calle. Y sostiene, muy segura, que a pesar de los años transcurridos le resulta imposible perdonar. “Seguro que 84 familias están hoy igual que nosotros”, dice Sandra, con las mismas preguntas sin respuestas, veinte años después. (La Nación)

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