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Barcelona vivió su día más frenético, entre el miedo y la decepción


08:10 Miles de separatistas se vieron desilusionados por el mensaje de Puigdemont y la suspensión de la declaración de independencia

Por: Martín Rodríguez Yebra
“Es una traición. ¿Para esto fuimos a votar al referéndum?, ¿para esto soportamos los palos?”, decía Ferrán Clavijo, un estudiante de 24 años. Su hermana Anna se secaba las lágrimas.

A la distancia todavía quedaban unos cientos de personas que miraban unas pantallas gigantes instaladas para la fiesta patriótica. Vistas a la distancia parecían una hinchada que acababa de presenciar cómo su selección era eliminada de un Mundial. Las manos en la cara, gritos de fastidio, gestos de negación, las banderas estrujadas.

El presidente Carles Puigdemont había declarado la independencia de Cataluña para, de inmediato, aclarar que la suspendía. “Todavía no lo entiendo. ¿Qué se supone que somos ahora?”, se quejaba Josep Fernández, militante de la Asamblea Nacional Catalana (ANC), de asistencia perfecta a las movilizaciones independentistas masivas de los últimos cinco años.

Esta vez la movilización terminó en amargura. El mensaje de Puigdemont se interpretó en la calle como lo que fue: un juego dialéctico ambiguo para evitar el choque frontal con Madrid. Nada que ver con lo prometido: la proclamación efectiva de un nuevo Estado.

La expectativa de un día histórico había trastocado desde el amanecer la vida de Barcelona. La normalidad era una apariencia. El ritmo frenético en las oficinas, los turistas que hacían cola frente a las casas de Gaudí, las terrazas de los bares llenas de clientes que disfrutaban del sol otoñal. Nada era real. La ciudad -España entera- miraba el reloj con ansiedad a la espera de las 18, la hora fijada para el discurso a partir del cual el destino de Cataluña podía cambiar para siempre.

La sede del Parlamento, en el Parque de la Ciudadela, estaba blindada por un operativo de los Mossos d’Esquadra, la policía autonómica. Había decenas de furgones, miles de agentes y dos helicópteros que sobrevolaban la zona.

¿Por qué tanto celo? Corrían versiones inquietantes. El miedo, por ejemplo, a que un juez ordenara la detención de Puigdemont y la Policía Nacional o la Guardia Civil recibieran el encargo de buscarlo en el recinto.

Las fuerzas estatales vigilaban el Palacio de Justicia. Los magistrados pidieron que reemplazaran en esas tareas a los Mossos, por temor a una toma popular posterior a una eventual declaración de independencia.

Justo ahí, a pasos del Arco del Triunfo y del Parlamento, la ANC había montado las pantallas para que sus simpatizantes siguieran el discurso. “Hola República” era el lema de la convocatoria que circuló vía WhatsApp.

La ansiedad crecía. A las 17, Puigdemont entró en el palacio legislativo. Solo, la vista al suelo, una carpeta bajo el brazo. Una hora después los diputados opositores entraron en el recinto. Se fueron enseguida. Los dos bloques del separatismo estaban reunidos a puertas cerradas. Pidieron una hora de aplazo.

Dentro del Parlamento el clima era angustiante. “Parece que da marcha atrás. La presión de Europa es muy fuerte”, confió un dirigente nacionalista.

Cinco minutos antes de las 19, los diputados de la CUP -los anarquistas aliados a Puigdemont- cruzaron el salón hechos una furia, espantando micrófonos. “Nos avisaron sobre la marcha que todo lo que teníamos hablado cambió de repente”, contó más tarde uno de sus líderes, Quim Arrufat.

Y entonces habló Puigdemont, y la sesión terminó sin gloria. (La Nación)

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