En primera persona. El día de un médico santacruceño en la pandemia

Dr Facundo Nogueira -

(Por el Dr Facundo Nogueira (*) para OPI Santa Cruz) – Hace casi 30 años me recibía como médico y hace ya más de 20 que terminé mi segunda residencia médica, fue la de Neumonología en el Hospital de Clínicas de la Universidad de Buenos Aires. Antes fui residente y Jefe de Residentes de Medicina Interna en una Clínica privada de Buenos Aires. Tras varios años de formación, incluyendo rotaciones y cursos en el exterior del país, estoy a cargo, desde hace algunos años, de la Sección Medicina del Sueño del Hospital de Clínicas. Hasta hace dos meses imaginaba que mi carrera había entrado en una fase más reposada, sin tanto estrés, menos trajín, ocupando una posición más de director de orquesta que de segunda línea de violines.

Esos pensamientos inundaban mi cabeza aquella mañana de viernes, cuando entraba temprano al hospital para tomar mi nuevo puesto de médico de planta de una sala de pacientes con COVID-19. 

Nuevas formas, saludos distantes, miradas perdidas, casi como con miedo al contagio por contacto visual, rostros ocultos por barbijos y máscaras, premura por terminar rápido cualquier conversación circunstancial. Subir por escalera los largos 8 pisos que me llevan a mi oficina para evitar los ascensores, por miedo a respirar ese aire. Volver a ponerme uno de esos ambos que usaba cuando era residente, que las casualidades y los generosos espacios de guardado de mi casa hicieron que aún permanecieran entre mis pertenencias. 

Pase de guardia, sala casi llena de pacientes, casi todos con contagio confirmado, la mayoría con cuadros leves, algunos con neumonía más delicados.

Trato de abstraerme del entorno, de la infraestructura edilicia que expresa los años de abandono de la salud pública en nuestro país, sea el gobierno que sea. Hace frío en la sala de residentes, el caos domina la escena, es producto del fragor de la tarea cotidiana, papeles, vasos, tazas, galletitas, computadoras, frascos de alcohol en gel y lavandina, todos desparramados en un alienado orden. Pasan los casos en un relato que resuena como lejano, todos anotan, yo solo estoy tratando de entender que hago ahí, que tengo que hacer, que voy a hacer, para que estoy. Me despabila una tomografía de una neumonía bilateral en una paciente de 54 años, apenas 3 más que yo. Me conecto con el caso, que luego sería la primera paciente que revisaría en el día.

Repartimos las tareas. Ya no hay polisomnografías para revisar, ni consultas de pacientes con apneas o hipoventilación nocturna para supervisar, ni papers que terminar de escribir o resultados de trabajos de investigación en curso para analizar. Todo quedó suspendido en el tiempo, en pausa, entre paréntesis, en otra capa de una realidad que hoy parece irreal.

Cambiarme, ponerme todo el equipo de protección personal, mantenerme concentrado en cada paso, no olvidarme nada, no cometer ningún error, repasar lo que tengo que hacer cuando esté con el paciente y sobre todo, como sacarme después el equipo, claramente el momento más riesgoso del día. No puedo evitar pensar si eso alcanza, si la tela del camisolín o de la cofia que cubre mi cabeza es lo suficientemente gruesa para frenar al virus, si las partes descubiertas de mi cuerpo no serán contaminadas, si el barbijo podrá evitar que inhale a ese demonio con corona, si ya no me he contaminado en algún momento transitando sin esa armadura por otra parte de la sala. 

Decido no pensar mucho. En definitiva, eso nos pasa a los médicos, el sufrimiento de nuestros pacientes nos pone como en trance, por eso elegí esta profesión, poder ayudar al otro y aliviar su padecimiento, o intentarlo al menos, que el paciente sienta que nos importa, sacarles una sonrisa en un mal momento, que puedan respirar hondo y estar más tranquilos, al menos por un rato, ese es nuestro verdadero estímulo, nuestro momento de gloria. Pero de todos modos no puedo desconcentrarme. Completo el examen y los procedimientos. Logro sacarme en meticuloso ritual todos los elementos de protección. Respiro hondo escondido en mi N95. Esa rutina se repetiría una y otra vez desde ese día. Lo bueno de las rutinas es que uno termina haciendo mecánicamente muchas cosas que no haría si tuviera oportunidad de pensarlo mejor.

Volver a casa ya no es lo que era hace dos meses. Me invade el terror a llevar la enfermedad silente en mi vía respiratoria y desparramarla entre los que más quiero. Ser el caballo de Troya que sacuda la paz de mi familia. 

Otra serie de rituales se apoderan de mi cotidianeidad. Sacarme los zapatos afuera, cambiarme de ropa, poner todo para lavar, en el medio lavarme las manos con jabón y alcohol varias veces, ducharme y recién después de todo eso saludar a mi mujer y mis tres hijos, que aun después de esos procedimientos (no se si excesivos o insuficientes) me miran con cierto temor.

Afuera la cantidad de casos sigue creciendo, a un ritmo desconocido, porque nos invade la sensación, fundada o exagerada (¿Quién lo sabe?) de que las cifras están subestimadas, lo cierto es que crecen. Al mismo ritmo que crece la desesperación por el encierro, la preocupación económica, la angustia por tanta incertidumbre. Hace 60 días que vivimos en aislamiento, no hay espíritu que pueda transitarlo y salga indemne.

Los médicos somos aplaudidos todas las noches desde los balcones y las redes sociales (cada vez menos) a la vez que somos señalados como vectores dolosos de esta epidemia. Quizá en la imaginación de algunos seamos personajes ambiciosos que, con tal de nutrir nuestros bolsillos con generosos ingresos, deambulemos por la ciudad sin importarnos los cuidados y los riesgos, desparramando virus y pestes por doquier. Nos aplauden y nos estigmatizan.

Claramente somos grupo de riesgo, estamos más expuestos que la mayoría de la población, pero el mayor riesgo es para nosotros y nuestras familias. A pesar de ello seguimos trabajando y no por generosos ingresos. Ninguno de los colegas que conozco se cree un super héroe, somos médicos, es lo que somos, es lo que tenemos que hacer y es lo que hacemos. Deber ser.

Todo esto va a pasar, algún día va a pasar, todo volverá a una supuesta normalidad, pero seguramente ya nada será igual. (Agencia OPI Santa Cruz)

(*) – El Dr Facundo Nogueira, Neumonólogo, es un profesional oriundo de Río Turbio (Santa Cruz). Hijo de Ricardo Nogueira, quien fue empleado de la por entonces YCF, y de María del Carmen Ruta, reconocida docente en Río Turbio.Cursó sus estudio primario en la cuenca carbonífera en el colegio Santa Bárbara de Río Turbio a partir de 1974 y continuó en la Escuela 4 de la que fue abanderado hasta 1985. Fue a estudiar a Buenos Aires en la UBA en 1986. Se recibió de médico, realizó la especialización Neumonología y completó dicha especialización en Edimburgo (Escocia). Hoy es Jefe de la Sección Medicina del Sueño del Hospital de Clínicas. Participa activamente en el combate del Covid 19 y su padre, el Dr Carlos Aros es médico laboralista dedicado a su profesión en la ciudad de Río Gallegos.

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4 COMENTARIOS

  1. Mis felicitaciones a Facundo un chico ejemplar. Los que fuimos docentes aquellos años lo recordamos. Un beso. Un héroe nuestro

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